Livro ‘Sinceramente’ por Cristina Fernández de Kirchner

«Este libro no es autobiográfico ni tampoco una enumeración de logros personales o políticos, es una mirada y una reflexión retrospectiva para desentrañar algunos hechos y capítulos de la historia reciente y cómo han impactado en la vida de los argentinos y en la mía también.» Del amanecer sin dolor el día después de dejar la Presidencia a la compleja toma de decisiones políticas, económicas y sociales durante doce años que cambiaron la vida de millones de argentinos. Del estado en que recibió la Casa Rosada a la estatización de las AFJP. De la muerte de Nisman al entramado que une a agentes, jueces y fiscales de la causa AMIA con los fondos buitre......
Número de páginas: 537 páginas
Editora: SUDAMERICANA (29 de abril de 2019)
Idioma: Espanhol
ASIN: B07R5GTBRT 

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1

Sinceramente

Ayer terminé el último capítulo de este libro y hoy, 12 de marzo de 2019, empiezo a escribir el primero. Estoy en mi departamento de Buenos Aires, en Juncal y Uruguay, pleno barrio de Recoleta. En el mismo lugar desde donde salí con Néstor rumbo a la quinta presidencial de Olivos un 29 de mayo del 2003. El jueves a la madrugada debo viajar a Cuba. Allí se encuentra mi hija, Florencia. Flor, quien producto de la persecución mediática y judicial feroz a la que fue sometida, empezó hace ya un tiempo a tener severos problemas de salud. El brutal estrés que sufrió devastó su cuerpo y sus emociones… Es que es muy terrible para una joven ser acusada de haber ingresado a una asociación ilícita el 27 de octubre del 2010, justo el día de la muerte de su padre, por una situación que ni ella ni ninguna persona que pierde a un padre elige: en Argentina los hijos se convierten en herederos forzosos de su padre por la ley, no porque quieren. El 5 de diciembre del año pasado, Flor fue invitada al festival de cine de La Habana para la presentación de la película El Camino de Santiago, sobre la trágica muerte de Santiago Maldonado. Ella había sido co-guionista del documental que obtuvo un importante premio en ese festival y decidió hacer una consulta médica allá, por el prestigio internacional que tiene el sistema de salud cubano, dada su altísima calidad. Allí le indicaron que debía realizar un tratamiento y luego, terminado el festival, retornó al país. En febrero, volvió a viajar a Cuba para realizar un curso intensivo para guionistas de cine en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Había sido aprobada para asistir al Taller de Altos Estudios “Guionistas del Siglo XXI”, que tendría lugar entre el 18 de febrero y el 8 de marzo. Sin embargo, no pudo siquiera iniciarlo porque cuando llegó, luego del vuelo, su estado de salud se había deteriorado sensiblemente. Por eso, fue nuevamente evaluada y tratada, y el 7 de marzo le prohibieron viajar en avión ya que por la patología que padece no puede permanecer sentada ni de pie por períodos prolongados. Es que por la persecución política —inédita en tiempos de democracia— que se vive en la Argentina de Mauricio Macri, los derechos de mi hija fueron sistemáticamente vulnerados, desde lo judicial, lo mediático y lo político. Como hicieron y siguen haciendo con los míos… Claro que con una diferencia muy grande: yo fui dos veces presidenta de este país y he elegido la militancia política por formación y convicción… Florencia, mi hija, más allá sus convicciones, que las tiene y muy profundas, decidió elegir otra vida: el arte y la militancia feminista. La persecución que han hecho sobre ella y que la ha devastado, sólo es por ser la hija de Néstor y Cristina Kirchner. De ello, entre otras cosas, da cuenta este libro.

Este libro que no es autobiográfico ni tampoco una enumeración de logros personales o politicos, es una mirada y una reflexión retrospectiva para desentrañar algunos hechos y capítulos de la historia reciente y cómo han impactado en la vida de los argentinos y en la mía también. Ha pasado tanto tiempo. Muchos compatriotas ven en mí a esa militante comprometida con los olvidados de siempre, con los “nadies” de los que hablaba Eduardo Galeano. Valoran el empeño que puse como presidenta para que la Argentina crezca sin excluidos. Otros reconocen nuestro compromiso con los derechos humanos, la vigencia del Estado de Derecho y la ampliación de nuevos derechos ciudadanos en materia de igualdad de género. No pocos comparten con nosotros la defensa de lo nacional: la industria, Malvinas, el desarrollo científico y tecnológico. Todos ellos son los que me acompañan y me dan fuerzas. Los que me miran, me abrazan y que muchas veces, casi con desesperación, me piden que siga en pie y que no me detenga. Es que vivir la vida —con tus ideas, con tu historia, con tus sentimientos, con tus necesidades—, para millones de argentinos y argentinas, se ha convertido en un calvario. La catástrofe económica y social provocada por las políticas del gobierno de Cambiemos y Mauricio Macri ha hecho estragos en el cuerpo social de la Argentina. Aunque también sé que hay otros y otras que me odian. No pocos de ellos y ellas hoy también son víctimas y sufren las consecuencias de las políticas antinacionales y antipopulares de Mauricio Macri y, sin embargo, repiten como un mantra que soy “montonera”, “grasa”, “chorra”… hasta “asesina”, pasando por “dictadora” y “puta”. En realidad, esas descalificaciones se originaron en otros niveles de la sociedad —muy por encima de los de cualquier ciudadano o ciudadana— y se transmitieron como “sentido común” a través de su difusión mediática. Las corporaciones son el verdadero origen de todo ese ataque, porque sintieron que puse en jaque sus privilegios… Hasta el año 2003, hacían lo que se les cantaba con el país y con la gente. Pero lo cierto es que más allá de los unos y los otros… soy Cristina. Una mujer… con todo lo que implica ser mujer en Argentina. Con una vida en la que se cruzaron éxitos y frustraciones, aciertos y errores, pero que fue honestamente vivida sin declinar convicciones. Sé que lidero las esperanzas de millones de hombres y mujeres que padecen la cotidiana frustración de vivir y ver su país a la deriva. Son los mismos que alguna vez, en los días en los que fui su presidenta, se sintieron parte de un colectivo social que los amparaba y los trasladaba a una vida digna y de una Argentina que, aun con dificultades, estaba en marcha y funcionando. Ese debería el mayor peso que cargo porque no es fácil ser la expectativa de quienes tienen sus sueños en crisis. Pero el odio que han sembrado entre nosotros me ha condenado a cargar un peso aún mayor: soportar la persecución, no sólo mía sino de mis hijos también, en medio de un sinfin de ataques y difamaciones como sólo fueron sufridos por líderes populares en otras etapas de la vida nacional… Y saben que no estoy exagerando… Hay registro público e histórico de todo ello y de sus similitudes con lo que hoy nos está pasando.

Cuando empecé a escribir este libro ya había sido sometida a seis procesamientos penales sucesivamente dictados a partir del momento en que dejé de ser presidenta. Desde 1989 fui 2 veces diputada provincial, 5 veces legisladora nacional y 2 veces presidenta de los argentinos electa por el voto popular. En 2016, por primera vez en mi vida, fui citada a declaración indagatoria. Sin embargo, al momento de escribir estas palabras ya llevo 15 indagatorias: 12 pedidas por Claudio Bonadio —el juez de la servilleta—, de las cuales 10 fueron impulsadas por el fiscal Carlos Stornelli… Y algo inédito en la historia judicial argentina y creo que mundial: me obligaron a brindar ocho declaraciones indagatorias en un mismo día, durante la mañana, y además la citación fue justo para el cumpleaños de Néstor. Sin embargo, la más insólita de esas causas es la que me acusa de haber cometido un delito porque, durante uno de los allanamientos arbitrarios e ilegales que Bonadio realizó en mi hogar de El Calafate en busca de bóvedas y millones de dólares, sólo encontró el original de una carta escrita por José de San Martín a Bernardo de O’Higgins en 1835 y el prontuario del ex presidente Hipólito Yrigoyen. Sí… Fueron a buscar dólares y sólo se encontraron con mi pasión por la historia. Pasión que, por otra parte y como veremos a continuación, era conocida hasta en lejanas latitudes. Resulta muy interesante la investigación que publica Néstor Espósito en el diario Tiempo Argentino sobre este nuevo disparate de Bonadio. Allí indica que en realidad el delito por el que me acusa en este caso “ni siquiera figura como autónomo en el Código Penal. Aparece en una ley sancionada en 1961 por el entonces vicepresidente José María Guido, por ausencia del primer mandatario, Arturo Frondizi. La ley en cuestión es la 15.930 que dispuso la creación del Archivo General de la Nación. En su artículo 26 estipula que gas personas que infringieren la presente ley mediante ocultamiento, destrucción o exportación ilegal de documentos históricos, serán penadas con multa de diez mil a cien mil pesos moneda nacional, si el hecho no configurare delito sancionado con pena mayor”. La nota continúa con la pregunta de rigor: ¿Cuál fue entonces el delito que cometió Cristina? Y brinda la respuesta: “El artículo 19 sostiene que ‘los documentos de carácter histórico que estén en poder de particulares deben ser denunciados por sus propietarios al Archivo General de la Nación’ y advierte que la no observancia de esta disposición implicará ocultamiento’. Pero este artículo se agotó en 1962, pues la mencionada norma estipulaba un año de plazo para hacerlo. La ley también prevé que ‘los poseedores de documentos históricos podrán continuar con la tenencia de los mismos, siempre que garanticen su conservación’. La carta de San Martín y el prontuario de Yrigoyen se mantienen en perfecto estado, pese al paso del tiempo”. Como puede observarse, Bonadio cada vez más arbitrario, más ilegal… y ridículo. Igualmente, lo de la carta de San Martín es una historia maravillosa: cuando visité Moscú en abril de 2015, luego del almuerzo de trabajo que nos ofreció el presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, al retirarnos del mismo, hizo detener el paso de nuestra comitiva y pidió a uno de sus colaboradores, que tenía una caja en sus manos, que se acercara. Y allí, ante mi sorpresa y traductor mediante, me dijo: “Esto es para usted, presidenta”. Cuando abrí la caja y pude ver la carta original de San Martín a O’Higgins, casi me muero. Lo miré y le pregunté: “¿Y esto? ¿De dónde lo sacaron?”. La respuesta no se hizo esperar y me sorprendió aún más: “La mandamos a comprar para usted en Nueva York”. Confieso que si me quería impresionar, lo había logrado y con creces… iUna carta original del libertador San Martín al libertador O’Higgins! ¡En la que, además, San Martín se lamenta por la ingratitud que recibieron ambos de los pueblos que liberaron! ¿Mamita! Putin, chapeau.

Aunque a esta altura de los acontecimientos, debo reconocer que aún no he batido la marca récord de procesos que armaron contra Juan Domingo Perón… Llegaron a ser 120, según me comentaba un abogado que recién recibido había trabajado en el estudio del abogado del líder exiliado, el doctor Isidoro Ventura Mayoral. Sin embargo, a diferencia del fiscal Carlos Stornelli, que se negó a prestar declaración indagatoria por asociación ilícita, espionaje ilegal y extorsión —entre otros gravísimos delitos— en el marco no sólo de la causa de las fotocopias de los “cuadernos”, sino de otras de alto impacto; yo, Cristina Fernández de Kirchner, respondí a cada requerimiento judicial que me hicieron. Nunca obstruí sus arbitrarios procedimientos. Me indagaron todas las veces que quisieron. Me procesaron con argumentos pueriles. Allanaron mis casas y las de mis hijos una y otra vez. Reclamaron mi detención y promovieron mi desafuero. Máximo y Florencia, que la única razón por la cual los persiguen es justamente ser hijos de Néstor y Cristina Kirchner, también se presentaron todas y cada una de las veces que fueron citados por el Partido Judicial. Sí… a esta altura de los hechos, ya es más que claro que el Poder Judicial ha dejado de funcionar como un poder independiente del Estado y se ha convertido en un verdadero partido que interviene en la vida política de la Argentina por fuera de la ley y de la Constitución, en una suerte de novedoso “terrorismo judicial” que ha suplantado el rol que respecto de los opositores han tenido las dictaduras durante la trágica vigencia de lo que se conoció como terrorismo de Estado y doctrina de seguridad nacional. Creyeron que tanto acoso terminaría abatiéndome. Hicieron y siguen haciendo todo lo posible para destruirme, literalmente. Es claro que no me conocían. Han consumado todos sus atropellos y me han insultado y agraviado tanto como han podido. He visto cómo los principales diarios del país maltrataron mi nombre en letras de molde. Los he oído difamarme en las radios articulando versiones tan tremebundas como falsas. Los he visto editar historias tratando de propalar en las pantallas falacias que induzcan el odio sobre mí. Hicieron del “rumor” y la mentira su fortaleza. He visto “arrepentidos mediáticos” que solo fueron parte de operaciones políticas para esmerilar mi imagen y he leído de “arrepentidos judiciales” que sólo brindaron la versión que mis acusadores le reclamaban a cambio de poder seguir en libertad. Con la participación y complicidad de muchos periodistas y comandados por los medios de comunicación hegemónicos, intentaron construir un relato descalificatorio de los años en que debimos gobernar. Engañaron, y así confundieron, a una parte importante de la sociedad ametrallándola con versiones tan descomunales como falsas. Y hoy, que la Argentina, después de estas maniobras mediáticas, está en completo retroceso político, económico, social y cultural, espero que al leer estas páginas los argentinos y las argentinas podamos pensar y discutir nuestros verdaderos problemas desde otro lugar. Para eso sé que hay que elegir un modo distinto, construir una lógica diferente, fuera del odio, lejos de las operaciones de todo tipo, sin mentiras y sin agravios. Estoy absolutamente convencida de que ese es el único camino para volver a tener sueños, una vida mejor y un país que nos cobije y nos proteja a todos y a todas.

Sinceramente, Cristina

2

Después de convertirme en calabaza

Por primera vez desde que Néstor no estaba me levanté sin dolor de estómago. Aquel 10 de diciembre de 2015, amanecí en la casa de mi hija Florencia en el barrio porteño de Monserrat. Siempre me había preguntado cómo sería volver a vivir fuera de la residencia presidencial de Olivos. En verdad, el interrogante era un eufemismo: lo real era cómo sería la vida después de haber sido presidenta, y no de cualquier país, sino de la Argentina. Tener que estar todo el día en guardia sabiendo que siempre hay alguien que está escuchándote, mirándote y no precisamente para cuidarte. Ser mujer, ser presidenta y, además, ser Cristina se convirtió en un objeto de atención y ataques permanentes. Tenía que estar dispuesta no sólo a que trascendiera cualquier cosa que dijera o hiciera —algo normal tratándose de un presidente—, sino que además fuera modificado, tergiversado o directamente inventado. ¡Mi Dios!… Ahora que lo escribo me doy cuenta por qué esa mañana me levanté sin dolor de estómago. Estaba sola. No había mucamas ni cocineros. Tampoco jardineros, mozos, soldados ni empleados. Por primera vez estaba, en el más literal sentido de la palabra, sola. El día anterior, en una Plaza de Mayo desbordada por la multitud que se extendía por las diagonales norte y sur y la Avenida de Mayo, había sido mi despedida como presidenta luego de gobernar ocho años mi país. Fue la primera vez en la historia argentina que un presidente era saludado por su pueblo al finalizar su mandato. Todavía lo sigo sintiendo como algo… ¿mágico? No sé. Único, seguro. Fui la primera presidenta mujer electa de la historia argentina; había sido reelecta —nuestra Constitución permite una sola reelección— con el 54,11% de los votos, el porcentaje más alto en una reelección luego de las que tuvieron Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón. Sin embargo, a través de una medida judicial pedida por Cambiemos, me obligaron a adelantar la entrega del poder antes del plazo fijado, violando la Constitución y doscientos arios de historia. Antes de empezar a gobernar ya utilizaban el Poder Judicial a su antojo contra la oposición. Sería la marca registrada de Mauricio Macri en el ejercicio del poder y el primer ataque judicial contra mi persona. Debía despedirme de los argentinos antes de las doce de la noche del 9 de diciembre para no convertirme en calabaza, como les dije esa tarde en la Plaza. Era imposible hacer comprender a una prensa desesperada y dispuesta a que mi salida ocurriera en medio de una crisis, que lo que estaban haciendo era inconstitucional. Habían transformado un acto político democrático esencial en una comedia de enredos al conseguir que la jueza María Romilda Servini de Cubría le otorgara a la alianza Cambiemos, que había ganado las elecciones presidenciales en noviembre de 2015, el deseo de echarme del gobierno un día antes. El artículo 91 de la Constitución Nacional lo dice claramente: “El presidente cesa en el poder el mismo día que expira su período de cuatro arios, sin que evento alguno que lo haya interrumpido pueda ser motivo de que se le complete más tarde”. El texto es más que claro: debía dejar el gobierno el 10 de diciembre y no el 9.

La semana anterior, el presidente electo Mauricio Macri había venido a verme a Olivos para coordinar el traspaso del gobierno. Llegó por la tarde. Lo esperé en el despacho presidencial de la jefatura de gabinete parada en la puerta, de modo tal que cuando ésta se abriera y él ingresara, yo estuviera ahí para extenderle la mano. Sin embargo, tardó un buen rato porque lo primero que hizo, antes de verme, fue ir al baño. Le pregunté a Mariano, mi secretario: “¿Y, dónde está?” “En el baño”, me dijo y se encogió de hombros. Cuando me dio la mano sentí que estaba muy tenso, duro. Casi no hablaba y me miraba muy fijamente hasta que me dijo, como si fuera una orden: “Usted tiene que entregarme el poder en la Casa Rosada”. “No”, le contesté. “Eso hay que hacerlo en el Parlamento”, y en seguida le aclaré: “Usted no puede dar el discurso ante la Asamblea Legislativa si aún no es presidente, por eso tengo que ir a la Asamblea, antes de su discurso, entregarle la banda y el bastón presidencial”. Y le leí el artículo 93 de la Constitución Nacional: “Al tomar posesión de su cargo el presidente y vicepresidente prestarán juramento, en manos del presidente del Senado y ante el Congreso reunido en Asamblea, respetando sus creencias religiosas, de desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de presidente (o vicepresidente) de la Nación y observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina”. Me contestó: “No, nunca fue así”. Le expliqué que con Néstor Kirchner y Eduardo Duhalde había sido así y que seríamos el único país del mundo donde pasara eso que él quería hacer: que el mandato de un presidente terminara el día previo. No había pasado con Raúl Alfonsín, ni con Carlos Menem, ni con Fernando de la Rúa. Pasó conmigo nada más. Y pasó conmigo porque soy mujer y además una mujer sola. No sé quién lo aconsejó. Durante esa reunión en Olivos, recuerdo que me insistió varias veces que quería que yo fuera a entregarle la banda y el bastón a la Casa Rosada por la tarde. Le contesté que eso no tenía sentido, que a la tarde ya no iba a ser más presidenta. Le quería hacer entender que si él había hablado a la mañana ante la Asamblea Legislativa, ya era él y no yo el presidente. ¿Qué iba a hacer yo llegando a la Casa Rosada portando los atributos presidenciales sin ser presidenta? ¿Los iba a llevar en la cartera? Ridículo. Finalmente, antes de que se fuera de Olivos, habíamos llegado a un acuerdo: iba a entregarle banda y bastón en el Parlamento, ante la Asamblea Legislativa. Para distender un poco, después de la discusión, le pregunté a quién pensaba elegir como presidente provisional del Senado. Me dijo que iba a poner a Juan Carlos Marino, el senador radical por La Pampa. Le aconsejé que le convenía poner a alguien de su propio partido politico, como Federico Pinedo. Me pareció que la idea le había gustado y sonriendo, por primera y única vez en la reunión, me dijo: “A usted le cae bien Pinedo”. Al salir de Olivos habló con la prensa y dijo que había sido una buena reunión. Sin embargo, sorpresivamente, al otro día por la mañana me llamó por teléfono. Gritaba y me culpaba de querer arruinarle la asunción. Yo no entendía qué había pasado y le dije que no me gritara ni me maltratara. Se puso más violento todavía hasta que finalmente no me quedó más remedio que cortar la comunicación, no sin antes decirle que no estaba dispuesta a aguantar ese maltrato y que ya iban a llamar a sus colaboradores desde la Secretaría General de la Presidencia. Yo estaba en Olivos. Cuando corté, Máximo, que había presenciado en silencio toda la escena, me mira y me dice: “¿Qué le pasa a éste?”. Le cuento: “No quiere que vaya al Congreso a la mañana a hacer la transmisión del mando. Quiere que vaya a la tarde a la Rosada”. Ese día, durante el almuerzo, llegamos a una conclusión: Macri tenía miedo de que hubiera grupos de militantes nuestros en las bandejas del recinto, una multitud despidiéndome en la Plaza del Congreso y él tener que llegar en el auto para subir la escalinata del Parlamento frente a una plaza colmada. Los posteriores actos públicos del gobierno de Cambiemos, vallados y vacíos de gente o con concurrencia rigurosamente controlada y vigilada, no hicieron más que confirmar aquel análisis. Sin embargo, la certeza irrefutable de lo charlado en aquel almuerzo llegó el 20 de junio de 2018, cuando por primera vez un presidente argentino anuncia que no asistirá al emblemático acto por el día de la bandera en Rosario, a orillas del río Paraná, por miedo a manifestaciones en su contra.

La semana anterior, el presidente electo Mauricio Macri había venido a verme a Olivos para coordinar el traspaso del gobierno. Llegó por la tarde. Lo esperé en el despacho presidencial de la jefatura de gabinete parada en la puerta, de modo tal que cuando ésta se abriera y él ingresara, yo estuviera ahí para extenderle la mano. Sin embargo, tardó un buen rato porque lo primero que hizo, antes de verme, fue ir al baño. Le pregunté a Mariano, mi secretario: “¿Y, dónde está?” “En el baño”, me dijo y se encogió de hombros. Cuando me dio la mano sentí que estaba muy tenso, duro. Casi no hablaba y me miraba muy fijamente hasta que me dijo, como si ?t’era una orden: “Usted tiene que entregarme el poder en la Casa Rosada”. “No”, le contesté. “Eso hay que hacerlo en el Parlamento”, y en seguida le aclaré: “Usted no puede dar el discurso ante la Asamblea Legislativa si aún no es presidente, por eso tengo que ir a la Asamblea, antes de su discurso, entregarle la banda y el bastón presidencial”. Y le leí el artículo 93 de la Constitución Nacional: “Al tomar posesión de su cargo el presidente y vicepresidente prestarán juramento, en manos del presidente del Senado y ante el Congreso reunido en Asamblea, respetando sus creencias religiosas, de desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de presidente (o vicepresidente) de la Nación y observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina”. Me contestó: “No, nunca fue así”. Le expliqué que con Néstor Kirchner y Eduardo Duhalde había sido así y que seríamos el único país del mundo donde pasara eso que él quería hacer: que el mandato de un presidente terminara el día previo. No había pasado con Raúl Alfonsín, ni con Carlos Menem, ni con Fernando de la Rúa. Pasó conmigo nada más. Y pasó conmigo porque soy mujer y además una mujer sola. No sé quién lo aconsejó. Durante esa reunión en Olivos, recuerdo que me insistió varias veces que quería que yo fuera a entregarle la banda y el bastón a la Casa Rosada por la tarde. Le contesté que eso no tenía sentido, que a la tarde ya no iba a ser más presidenta. Le quería hacer entender que si él había hablado a la mañana ante la Asamblea Legislativa, ya era él y no yo el presidente. ¿Qué iba a hacer yo llegando a la Casa Rosada portando los atributos presidenciales sin ser presidenta? ¿Los iba a llevar en la cartera? Ridículo. Finalmente, antes de que se fuera de Olivos, habíamos llegado a un acuerdo: iba a entregarle banda y bastón en el Parlamento, ante la Asamblea Legislativa. Para distender un poco, después de la discusión, le pregunté a quién pensaba elegir como presidente provisional del Senado. Me dijo que iba a poner a Juan Carlos Marino, el senador radical por La Pampa. Le aconsejé que le convenía poner a alguien de su propio partido politico, como Federico Pinedo. Me pareció que la idea le había gustado y sonriendo, por primera y única vez en la reunión, me dijo: “A usted le cae bien Pinedo”. Al salir de Olivos habló con la prensa y dijo que había sido una buena reunión. Sin embargo, sorpresivamente, al otro día por la mañana me llamó por teléfono. Gritaba y me culpaba de querer arruinarle la asunción. Yo no entendía qué había pasado y le dije que no me gritara ni me maltratara. Se puso más violento todavía hasta que finalmente no me quedó más remedio que cortar la comunicación, no sin antes decirle que no estaba dispuesta a aguantar ese maltrato y que ya iban a llamar a sus colaboradores desde la Secretaría General de la Presidencia. Yo estaba en Olivos. Cuando corté, Máximo, que había presenciado en silencio toda la escena, me mira y me dice: “¿Qué le pasa a éste?”. Le cuento: “No quiere que vaya al Congreso a la mañana a hacer la transmisión del mando. Quiere que vaya a la tarde a la Rosada”. Ese día, durante el almuerzo, llegamos a una conclusión: Macri tenía miedo de que hubiera grupos de militantes nuestros en las bandejas del recinto, una multitud despidiéndome en la Plaza del Congreso y él tener que llegar en el auto para subir la escalinata del Parlamento frente a una plaza colmada. Los posteriores actos públicos del gobierno de Cambiemos, vallados y vacíos de gente o con concurrencia rigurosamente controlada y vigilada, no hicieron más que confirmar aquel análisis. Sin embargo, la certeza irrefutable de lo charlado en aquel almuerzo llegó el 20 de junio de 2018, cuando por primera vez un presidente argentino anuncia que no asistirá al emblemático acto por el día de la bandera en Rosario, a orillas del río Paraná, por miedo a manifestaciones en su contra.

Por esos temores, aquel lo de diciembre él se perdió algo que es esencial: la simbología de un acto de triunfo político expresado en su máximo grado institucional. Porque ¿qué otra cosa era sino ese traspaso de mando? Quien se asumía como representante y significante de lo nacional, popular y democrático le entregaba el gobierno a quien había llegado en nombre del proyecto neoliberal y empresarial de la Argentina, más allá del marketing electoral cazabobos. Muchas veces, después del balotaje, pensé en esa foto que la historia finalmente no tuvo: yo, frente a la Asamblea Legislativa, entregándole los atributos presidenciales a… ¡Mauricio Macri! Lo pensaba y se me estrujaba el corazón. Es más, ya había imaginado cómo hacerlo: me sacaba la banda y, junto al bastón, los depositaba suavemente sobre el estrado de la presidencia de la Asamblea, lo saludaba y me retiraba. Todo Cambiemos quería esa foto mía entregándole el mando a Macri porque no era cualquier otro presidente. Era Cristina, era la “yegua”, la soberbia, la autoritaria, la populista en un acto de rendición. ¿Por qué Macri se perdió esa foto? ¿Pudieron más sus miedos? Este episodio, sin embargo, fue revelador del grado de odio y de una manipulación judicial inédita que despuntaba en Argentina; pero, sobre todo, de lo que Mauricio Macri y quienes lo acompañaban estaban dispuestos a hacer. Había llegado a la Casa Rosada un grupo de empresarios listos para cualquier cosa con tal de lograr sus fines. No sé si, además y de yapa, quisieron provocar un conflicto, por lo menos simbólico, ya que no habían logrado echarnos del poder en medio de una crisis económica y social, como lo intentaron, sin éxito, durante los ocho arios de mi mandato. Otra pregunta que todavía me sigo haciendo: ¿por qué ese 10 de diciembre de 2015 Mauricio Macri no juró por la Patria? ¿Por qué no respetó la fórmula que establece la Constitución para la jura presidencial, que exige lealtad y patriotismo para desempeñar el cargo? Porque más allá de que la palabra “Patria” está vinculada a todo lo que somos nosotros, a nuestra simbología, a nuestra manera de comunicarnos y reconocernos —como por ejemplo la frase “la Patria es el otro”—, aun así y a pesar de las distintas posiciones ideológicas o políticas, la Patria es esencialmente una idea que nos define como sociedad y todos los presidentes están obligados constitucionalmente a jurar por ella. Así que no fue un buen signo que en su primer acto institucional, como es la jura presidencial, no cumpliera con la Constitución Nacional. Si bien los medios le “perdonaron” el “error”, ese cambio siempre me hizo mucho ruido, al igual que su negativa evidente a hacer la señal de la cruz antes del Amén. Cuando se me viene a la cabeza la imagen de Macri dando manotazos al aire para evitar persignarse, no puedo parar de reírme. ¿Sabrá hacerlo? Raro. Todo muy raro.

Lo cierto es que ese 9 de diciembre del 2015 me despedí de los argentinos y las argentinas en la Plaza de Mayo, un día antes de que terminara mi mandato. Había pasado mis últimos días en el gobierno entre Olivos y la Casa Rosada, como siempre. Normalmente desayunaba y trabajaba durante la mañana en la residencia presidencial —ahora, al contarlo, me doy cuenta de que había dejado de hacer actividad fisica en los últimos tiempos—, recibía ministros y leía o preparaba algún trabajo. Después del mediodía almorzaba con Carlos Zannini, con quien también comía por la noche, exactamente igual que cuando estaba Néstor. Por la tarde trabajaba en Casa de Gobierno hasta las diez o diez y media de la noche. Todos los días, entre las siete y ocho de la tarde, firmaba los decretos. Es la rutina de un gobernante. No fue distinta la semana previa a que entregara el gobierno. Me sentía tranquila, había dejado la Casa Rosada como había dejado el gobierno.

RECONSTRUYENDO TODO… HASTA LA ROSADA

Imposible olvidar aquel día de marzo de 2004 en que a Héctor Espina, director de Parques Nacionales, y a Enrique “Quique” Meyer, entonces secretario de Turismo, se les cayó en la cabeza, literalmente, parte de la mampostería del cielo raso en el preciso instante en que estaban dando una conferencia de prensa en uno de los salones. Sí, como se lee. El grado de deterioro cuando llegamos al gobierno era tal que hasta se nos caían los techos en la cabeza. Más simbólico, sólo la bandera.

En 2003 el deterioro de la Casa Rosada no era sólo político. A lo largo de décadas, la falta de mantenimiento y los agregados de distintos gobiernos la habían arruinado y transformado en un laberinto de oficinas y “oficinitas” construidas mediante tabiques que dividían los espacios originales, albergando a funcionarios de distintos niveles deseosos de contar con un lugar, aunque sea minúsculo, adentro de la Rosada como símbolo de poder. Se habían así implantado, literalmente, divisiones y cerramientos hasta en los antiguos patios interiores haciéndolos desaparecer. Cuando llegamos, el único que subsistía era el tradicional Patio de las Palmeras; los otros se habían convertido en pequeñas madrigueras. Antiguos salones de ingreso sobre la Plaza Colón convertidos en depósitos de trastos viejos. La cocina y el comedor de los empleados eran sucuchos oscuros e insalubres y el propio despacho presidencial, al mediodía, era invadido por un inconfundible e insoportable olor a comida Las dos escaleras principales, donadas por gobiernos extranjeros, eran oscuras porque después de los bombardeos que sufrieran la Plaza de Mayo y la Casa Rosada en junio de 1955, la autodenominada “Revolución Libertadora” decidió, después de derrocar a Perón, cerrar con hormigón las aberturas por las que a través de los vitraux se filtraba la luz. ¿Habrán tenido miedo de que otros les hicieran lo mismo que ellos habían hecho?

Después de la restauración que emprendimos, empresarios y dirigentes políticos que la conocían de mucho antes admitían lo increíblemente cambiada que estaba. Recuerdo que rescaté obras valiosísimas abandonadas en los depósitos, de grandes pintores como Luis Felipe Noé; y también un tríptico impresionante de Carlos Gorriarena sobre el peronismo. A ambas las colocamos luego en el Museo del Bicentenario. Habíamos encontrado arrumbada y apilada en los depósitos una alegoría increíble sobre Martín Fierro. Era una pintura en siete piezas de Ricardo Carpani, el artista de la resistencia obrera, que desplegamos en el salón que luego bautizaríamos con el nombre del gaucho nacional. En el 2011 conocí a su viuda, Doris Halpin. Nos había prestado otras obras de su esposo que colocamos en una escalera de la Casa Rosada que, a partir de ese momento, llevó su nombre. Cuando ella nos acompañó en el acto de instalación, recordé que la primera vez que vi un Carpan’ fue en mi juventud. No era un cuadro, sino una ilustración en la tapa del libro La formación de la conciencia nacional del intelectual peronista Juan José Hernández Arregui. Fue en esa misma escalera donde sacamos un viejo ascensor para empleados e instalamos uno no sólo mucho más moderno, sino también más grande y totalmente vidriado. Dije en aquella oportunidad que ese gran argentino —Carpani— estaba en una casa de gobierno que tenía también a sus mujeres, a sus científicos, a sus patriotas latinoamericanos, a sus escritores y pensadores y también a sus pintores. Y ahí fue cuando expresé el verdadero significado de la restauración que estábamos llevando a cabo en la Casa Rosada, al señalar que si bien había escaleras que se llamaban Francia e Italia, como agradecimiento de las cosas que esos países nos habían donado en el Centenario de la Revolución de Mayo, en este Bicentenario nosotros habíamos decidido hacernos cargo del patrimonio y de la historia de los argentinos y las argentinas. Queríamos recordar y celebrar todas las cosas extraordinarias que habían hecho nuestros compatriotas. Con esa misma comprensión también habíamos refaccionado y recreado los salones Sur y Norte que flanquean el Salón Blanco, el Patio de las Palmeras, y recuperado los otros dos que bautizamos con los nombres de Malvinas Argentinas y El Aljibe; el despacho presidencial, en el que Néstor había hecho reabrir la ventana sellada con hormigón por el genocida Jorge Rafael Videla por temor a un atentado; y la Capilla. También los salones Eva Perón; de Científicos Argentinos; de Pensadores y Escritores Argentinos; de los Patriotas; de las Mujeres Argentinas; de los Pueblos Originarios; de los Ídolos Populares; de Pintores y Pinturas Argentinas. Fue increíble la transformación que hicimos de la Casa Rosada, devolviéndole su antiguo esplendor. Sí, me sentía tranquila de haber puesto en valor ese patrimonio de todos los argentinos. Sólo nos faltaba arreglar una parte del último piso, y en eso estábamos los últimos meses de gobierno, ya que en la misma planta habíamos terminado la nueva cocina e inaugurado un moderno restaurante para los empleados. Faltaba un salón que debía ser totalmente refaccionado y restaurado. Fue ese el único ambiente que mostró luego el nuevo gobierno para negar los notables cambios que habíamos realizado y mentir sin pudor sobre el verdadero estado en que habían recibido la Casa Rosada.

Debo confesar que, además de los factores históricos y culturales que me movilizaban a restaurar el patrimonio arquitectónico nacional, había un disfrute personal en la tarea. Elegí todos y cada uno de los colores de las paredes, las telas de los cortinados y de los tapizados de los sillones restaurados. Opinaba sobre cada una de las propuestas que me traían las arquitectas y las modificaba o directamente las cambiaba. Me encantaba hacer eso. Y si tenía que quedarme después de haber terminado las audiencias o la firma del despacho, lo hacía. Oscar Parrilli, en ese entonces secretario general de la Presidencia, era mi álter ego en esa tarea. Si tuviera que elegir entre todos los salones restaurados, no sabría con cuál quedarme. Uno podría ser, sin dudas, el de los Científicos Argentinos. Fue el segundo que armé después del de Mujeres Argentinas y lo hice en el lugar en el que Eva Perón trabajaba en Casa Rosada. Por eso rescaté el escritorio que ella utilizaba y lo coloqué en el mismo sitio. Con este salón quería poner en valor el hecho de que nuestro país, Argentina, es el único de Latinoamérica que cuenta con tres premios Nobel en ciencias duras: Bernardo Alberto Houssay, Luis Federico Leloir y César Milstein. Me acuerdo que para su inauguración nos acompañó la viuda y la familia del ingeniero y tecnólogo Juan Sabato, cuyo cuadro también fue colocado en ese lugar. Aunque, pensándolo bien, creo que el de los Pueblos Originarios fue el salón más logrado. Esas inmensas columnas originales de la Casa Rosada, el color terracota que elegimos para las paredes, los cortinados y los tapizados de los sillones en color crudo y, sobre todo, el sistema de sonido y las consolas de computación para interactuar con la historia y costumbres de cada una de las comunidades originarias argentinas, me parecían fantásticos. Me dijeron que después del 2015 lo desarmaron por completo y a los Pueblos Originarios los hicieron desaparecer de la Rosada. ¿Querrán hacer lo mismo con esas comunidades en el país?

Capítulo aparte fue el Museo del Bicentenario y cómo surgió. En el ario 2007, cuando ya había sido electa como presidenta pero todavía no había asumido, estaba en el despacho que todavía ocupaba Néstor, mirando por los ventanales que dan a la antigua Plaza Colón. A mi lado estaba Parrilli, que me planteó: “Tenemos que encontrar un lugar, que no puede ser cualquiera, para instalar el Siqueiros. Me hablaron de dos lugares que pueden ser: en unos silos viejos en Puerto Madero o en el viejo edificio del Correo” (donde hoy está el CCK). Oscar se refería a la obra Ejercicio Plástico del mítico muralista mexicano David Alfaro Siqueiros, que había sido recuperada para el patrimonio histórico nacional merced a un decreto de Néstor que impidió que se la llevaran al exterior, tal cual estaba planificado. Fue entonces mientras hablaba con Oscar, que vi la Aduana Taylor. En realidad la había visto desde el primer día que llegamos al gobierno pero fue en ese momento que la descubrí como lugar a recrear. La vieja Aduana Taylor, pegada a la Casa Rosada y demolida en 1894 para dar lugar a las obras de Puerto Madero. Estaba abandonada, cuando llovía se llenaba de agua y el colmo: un día, un conductor no del todo sobrio se había caído con su auto adentro. Fue en ese momento el “click” y le digo: “Ahí abajo, Oscar; el Siqueiros tiene que estar en la Aduana Taylor”. Y le explico: “¿Sabés qué? Tenemos que conservar las ruinas tal como están pero con un inmenso techo vidriado que garantice el ingreso de luz natural y allí, en un lugar especial, el Ejercicio Plástico restaurado”. Habíamos conseguido el apoyo del gobierno mexicano y de empresas privadas argentinas y mexicanas que nos ayudarían a financiar todo el proceso que implicaba restaurar tan importante e histórica expresión del arte mexicano. Después, el desarrollo del proyecto de recuperación culminó en lo que se conoció como el Museo del Bicentenario, en el que se daba cuenta de los doscientos arios de historia argentina. Lo inauguramos en el ario 2011; Néstor no alcanzó a verlo. A partir de ese momento, las recepciones en honor de mandatarios extranjeros las llevamos a cabo ahí. Habíamos convertido las ruinas del siglo diecinueve, abandonadas e inundadas, en un museo que maravillaba a quienes lo conocían y en el cual hasta el actual gobierno siguió ofreciendo las recepciones a funcionarios y mandatarios extranjeros. ¡La imaginación al poder!… Y después dicen que es apenas una frase de Herbert Marcuse.


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