Descrição do produto. Tras el éxito arrollador de El día que se perdió la cordura y El día que se perdió el amor, con más de 350.000 ejemplares vendidos, Javier Castillo, maestro del suspense, despliega su virtuosismo narrativo para profundizar en los misterios de lo cotidiano, allí donde permanecen ocultos los miedos más primarios. Una experiencia de lectura palpitante y enérgica que corta la respiración. Un fin de semana en una cabaña en el bosque. Un matrimonio en crisis. Una misteriosa desaparición. ¿Qué ha sucedido con Miranda Huff? Una pareja en crisis decide pasar un fin de semana de retiro en una cabaña en el bosque en Hidden Springs...
Editora: Suma (21 maio 2019) Idioma: Espanhol Capa comum: 448 páginas ISBN-10: 1644730308 ISBN-13: 978-1644730300 Dimensões: 15.29 x 2.82 x 22.86 cm
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«Cuando miré de nuevo a sus ojos,
me di cuenta de que ya no estaba en ellos».
A Verónica,
el viento que empuja mi vela.
A Gala,
la pequeña leona que ruge con una sonrisa.
A Bruno,
el feliz retraso en la entrega de esta novela.
Prólogo
Ryan
A la mañana siguiente
25 de septiembre de 2015
Aún sentía el olor de la sangre en mi nariz. Veía la cinta policial meciéndose con la brisa, rodeando el vehículo de Miranda, y las luces de las linternas bailando entre la oscuridad de Hidden Springs. Escuchaba el siniestro silencio que invadía la cabaña. No había rastro de ella por ninguna parte. Parecía que la tierra se la había tragado o que el bosque la había engullido en mitad de la noche. Mi mujer había desaparecido.
Me tiré en el sofá del salón de nuestra imponente casa sin valor, con la luz de la mañana entrando con intensidad a través de las cortinas de gasa, y me cubrí los ojos con la mano, cuando aporrearon la puerta principal. Apenas había dormido. Había llegado un par de horas antes a casa, al amanecer, tras pasar una de las peores noches de mi vida, y me había tumbado intentando ordenar las ideas en mi cabeza.
Aún no había tenido tiempo de asimilar lo que había pasado, y lo último que deseaba era levantarme del sofá para atender a algún mensajero o quién sabe a quién. Estaba agotado. La noche había sido eterna, así que hice como si no hubiese nadie en casa. Respiré hondo unos instantes y cuando abrí los ojos, vi el rostro de Miranda, inexpresiva, mirándome desde arriba, como siempre hacía.
Tragué saliva y estuve a punto incluso de preguntarle que dónde había estado, pero, al parpadear, desapareció.
Una vez más. Golpearon de nuevo la puerta, con más fuerza. ¿Y si era Miranda con alguna excusa por haberse esfumado sin avisar? Me levanté de un salto y corrí hacia la entrada.
— i¿Miranda?! — vociferé, al tiempo que agarraba el pomo dorado y abría sin mirar siquiera quién llamaba.
—Señor Huff — dijo una voz femenina, mientras yo trataba de reconocer a quién pertenecía.
Me di cuenta de que era la inspectora, con mirada seria. Llevaba puesta la misma ropa que anoche, igual que yo.
— Ah, es usted —respondí, agotado y desolado—. Puede llamarme Ryan — continué, dándome la vuelta y dirigiéndome al sofá—. ¿Ha descubierto algo?
— Hemos encontrado el cadáver de una mujer cerca de donde desapareció su esposa — dijo sin moverse del arco de la puerta.
Me detuve en seco, de espaldas a ella. Se formó un nudo en mi garganta que apenas me dejó coger aire.
—¿Señor Huff? ¿Me oye?
Había hablado con la inspectora unas horas antes para denunciar la desaparición de Miranda, pero no esperaba una visita como aquella. Creía que mi esposa simplemente aparecería por casa sin más, y que me contaría una historia sobre por qué se había esfumado así, de aquella manera tan extraña. Todo quedaría en una anécdota estrafalaria, como tantas que ya habíamos acumulado.
— El cuerpo estaba enterrado a escasa profundidad —continuó la inspectora—, en el margen de un camino que usan los senderistas de la zona para pasear por el bosque, cerca de Hidden Springs.
El sonido del nombre de aquel pueblo se repitió en mi mente. Hidden Springs. La inspectora siguió hablando sobre cómo un padre y su hijo habían advertido un pie que sobresalía del suelo y que había quedado al descubierto por la lluvia de aquel día, pero yo seguía de espaldas a ella, inmóvil, conteniendo las lágrimas.
— Verá, señor Huff. Sé que quizá no es el momento y es dificil —hizo una pausa y cambió de tono—… pero tiene que venir a identificar el cadáver.
Había hablado con la inspectora unas horas antes para denunciar la desaparición de Miranda, pero no esperaba una visita como aquella. Creía que mi esposa simplemente aparecería por casa sin más, y que me contaría una historia sobre por qué se había esfumado así, de aquella manera tan extraña. Todo quedaría en una anécdota estrafalaria, como tantas que ya habíamos acumulado.
— El cuerpo estaba enterrado a escasa profundidad —continuó la inspectora—, en el margen de un camino que usan los senderistas de la zona para pasear por el bosque, cerca de Hidden Springs.
El sonido del nombre de aquel pueblo se repitió en mi mente. Hidden Springs. La inspectora siguió hablando sobre cómo un padre y su hijo habían advertido un pie que sobresalía del suelo y que había quedado al descubierto por la lluvia de aquel día, pero yo seguía de espaldas a ella, inmóvil, conteniendo las lágrimas.
— Verá, señor Huff. Sé que quizá no es el momento y es dificil —hizo una pausa y cambió de tono—… pero tiene que venir a identificar el cadáver.
Capítulo 1
Ryan
La última vez
24 de septiembre de 2015
Me desperté en la cama con las sábanas arrugadas bajo mi cuerpo desnudo y, al abrir los ojos, eché de menos que allí estuviesen los de Miranda, observándome intensamente, escudriñando mis sueños. «¿Qué demonios te han invadido esta noche? ¿De quién huías en tu pesadilla? ¿En quién diablos te has convertido?», parecía pensar, mientras la luz dorada del amanecer iluminaba su cabello rojizo y daba un brillo especial a sus ojos marrones. Ella siempre lo hacía. Cuando se despertaba, se quedaba a mi lado, viéndome dormir, como si fuese un espectáculo, hasta que llegaba el momento en que yo abría los ojos y comenzábamos a discutir. La verdad es que aún no sé por qué lo hacía. Aunque ella decía que era para compartir juntos «los primeros momentos de la mañana», yo pensaba que era porque se trataba de los únicos instantes del día en que no nos lanzábamos dardos punzantes el uno al otro. Supongo que aún le gustaba sentir que podíamos compartir algo más que insultos, reproches o, una y otra vez, la misma frase: «Te lo dije». Miranda era ingeniosa para lanzar burlas, y tengo que admitir que a mí me irritaban y me divertían a partes iguales. Tenía una mente tan rápida asociando ideas, interconectando el pasado y eligiendo siempre las palabras correctas o el puñal más afilado, que discutir con ella se había convertido en nuestro mejor, único y mortal entretenimiento.
Me levanté y apoyé los pies en la moqueta mullida de color crema que ella misma había elegido cuando nos embarcamos a construir esta casa, nuestro «hogar-dulce-hogar», nuestro proyecto de futuro y nuestra decrépita gran inversión financiera que se fue al traste con la crisis inmobiliaria.
Sentí que su perfume invadía todo el cuarto. Era un Givenchy que yo le había regalado el año pasado por nuestro segundo aniversario. El aniversario «que-pone-las-cosas-en-su-sitio» y que sería el estándar que marcase los siguientes años. Mis padres siempre decían que el primer aniversario es todo alegría. Después de la boda llega la gran celebración de la nueva vida en pareja, y ambas partes se conforman con cualquier cosa con tal de no perturbar la tregua por el aire fresco de todo lo que se vive. Para el segundo aniversario, en cambio, ya se ha acabado esa novedad, ese chisporroteo y esas ganas de demostrar, y es cuando sale a relucir el cutrismo en la elección de regalos, en lo poco que se conoce o escucha, o incluso importa la otra parte de la pareja. «acaso no sabes que la vainilla me da ganas de vomitar?». Parece que aún la estoy viendo, cuando me miraba molesta, alzando la voz para que todo el restaurante se diese cuenta de mi gran y monumental cagada.
Pero no la voy a culpar por su decepción en aquel entonces. Antes del aniversario ya me había dado algunas pistas sobre lo que podría querer, pero si te soy sincero, nunca presté la suficiente atención durante aquellas conversaciones. Tal vez se debiera a que en ese momento yo estaba preocupado por cómo se estaba desplomando el precio de nuestra casa, la que habíamos construido en una zona nueva de «casas de bien» a las afueras de Los Ángeles y que, en palabras del agente inmobiliario, iba a ser «el nuevo Beverly Hills». Si resumo lo que ocurrió en los siguientes meses a que comprásemos la parcela con todos nuestros ahorros, fue algo así: yo estaba convencido de que podríamos asumir aquel dispendio, así que pedí un gran y monumental préstamo para construirla, y no hace falta decir que fue mi segunda gran y monumental cagada. La crisis inmobiliaria había desplomado el valor de nuestra casa a un cuarto de lo que debíamos, así que nos habíamos quedado atrapados en ella hasta un futuro incierto, como si fuese una reluciente y enmoquetada prisión de madera.
Antes de que se diera esa situación, vivíamos en Hollywood, en un apartamento loft de alquiler de una zona tranquila, accesible y con todo-lo-que-uno-pueda-necesitar. Eso es lo que ponía en el anuncio del periódico cuando la alquilamos, un par de años después de salir de la Escuela de Cine, y ambos teníamos las mismas ganas de comernos el mundo y de vivir juntos. Llevábamos tiempo saliendo, y yo ya tenía claro que Miranda sería mi «Ella», mi todo-lo-que-uno-pueda-necesitar. Efectivamente, aquel piso incluía «todo» lo que nuestro noviazgo necesitaba: una cama cómoda en la que poder acostarnos. No nos importaba que, en realidad, el apartamento fuese un cuchitril en mitad de la nada de Los Ángeles, en una calle secundaria de una calle secundaria, haciendo esquina con ninguna parte, a quince metros de las vías del tren. Supongo que era a eso a lo que se referían con «accesible» en el anuncio. Si prestabas atención, podías sentir en el café de la mañana el temblor del suelo por el paso del tren.
Respiré de nuevo y me empapé de aquel olor. Me sorprendió que se hubiera echado aquel perfume, puesto que desde que se lo regalé no lo había usado ni una sola vez. Sé que lo odiaba. Era como si hubiese estado allí unos segundos o minutos antes de que yo me despertase, y se hubiera marchado de manera etérea. Ella siempre andaba como deslizándose por el suelo, sin hacer ruido, moviendo su culito de lado a lado y frenándolo en seco en cada extremo como si estuviese chocándolo contra un muro invisible. Me la imaginé correteando así por la habitación, descalza, llevando solo la ropa interior.
Yo tenía dieciocho años la primera vez que vi a Miranda y caí rendido a su encanto natural. Estaba en mi misma clase, la había visto varias veces por los pasillos, o atendiendo con ilusión en clase, con una sonrisa única que llegaba a flotar en el aire, y una broma que le gasté a mi profesor de cine sobre Harry Poner fue lo que nos hizo conectar. Aquella anécdota inocente que apenas llegué a pensar cambió para siempre nuestro futuro. El profesor objeto de mi burla fue el gran James Black, un exdirector, si es que alguna vez uno deja de serlo, que había conseguido el óscar a mejor película en 1982 con La gran vida de ayer. Este film se había convertido en todo un clásico y era un referente en las escuelas de guion por su increíble estructura circular. El inicio y el final estaban conectados de un modo magistral, y durante toda la cinta sucedían pequeñas coincidencias sutiles que parecían enlazar cada trama. Pero también se estudiaba en las clases de fotografia, por la composición especial de cada plano, o en las de interpretación, por la solvente e impecable actuación de los cinco actores que parecían tener más vida que uno mismo. Black había conseguido ese óscar con su primera película y, de la noche a la mañana, pasó del completo anonimato a convertirse en una megaestrella al crear una de las mejores cintas de la historia. Yo era alumno de James Black y lo admiraba tanto por su increíble visión del cine como por su manera de apartarse de los flashes para dedicarse a que otros estudiantes de cine como yo llegásemos algún día a lo más alto, igual que él. Miranda apareció junto a mí como un rayo fulminante mientras yo leía un guion. Tengo que admitir que en aquel momento ni siquiera llegué a considerar la importancia que tendría aquella conversación en nuestras vidas. Uno nunca se da cuenta de los momentos trascendentales mientras suceden. Tan solo me fijaba en su manera de gesticular, a caballo entre la dulzura y la sensualidad, y la energía y la tranquilidad que emitía su cuerpo. Cuando nos despedimos, lo único que hice fue volverme dos veces para comprobar que aquel culo era de verdad.
¡ B-I-N-G-o!
Me puse el pantalón del pijama, que estaba tirado junto a la cama, y salí al pasillo. Me fijé en las dos maletas que ya estaban hechas a un lado. Miranda y yo íbamos a pasar el fin de semana en una cabaña de madera que habíamos alquilado en Hidden Springs, en pleno Angeles National Forest, por recomendación expresa de nuestro «asesor matrimonial». Sí, eso es, un asesor matrimonial. El tipo decía que necesitábamos «reconstruir los pilares de nuestra confianza», «rememorar lo que significa una aventura», «respirar aire fresco». Iba a comentar lo que pienso de nuestro asesor matrimonial, de sus métodos y de su maldito tono reconfortante y comprensivo, pero solo diré que se había divorciado dos veces.
Su plan consistía en que Miranda y yo pasásemos un fin de semana aislados en la montaña, junto al río, y que desconectásemos los móviles, los ordenadores, y olvidásemos la escritura durante unos días. Entre sus otros consejos estaban: establecer un tiempo diario para contarnos nuestras cosas (forzándonos a hablar), cenar fuera dos veces en semana (ya lo hacíamos), compartir la ducha (esta me gustaba), dormir desnudos (buena idea, pervertido) y probar juguetes sexuales (Me qué dije que era el asesor?).
Escuché el ruido de la ducha, con el agua cayendo con intensidad, as í que me asomé por la puerta del cuarto de baño para comprobar si estaba allí. El vapor subía por encima de la cortina semitransparente, y su silueta se contoneaba dentro de ella. La escena me recordó a Psicosis, ella disfrutando del agua mientras yo me acercaba, siniestro y oscuro, desde la puerta. Creo que aún no lo he dicho, raro en mí, pero soy guionista. Aunque quizá debería decir que «era» guionista. Siempre me he enorgullecido de decirlo nada más conocer a alguien. Esa palabra se escapa de mi boca al saludar por primera vez: «Hola, soy Ryan Huff, guionista». Incluso cuando alguien me presentaba ya como guionista: «Este es Ryan Huff, guionista», yo repetía «guionista», para recalcarlo por si no lo hubiese oído bien, o para que se le quedase grabado en la mente: Guro-tris-TA. Quizá es por mi empeño de que la gente me dé un valor superior al que en realidad tengo, o para justificar de antemano que estoy «en el mundillo», como dice la gente de Hollywood. Recuerdo mis inicios en la ciudad, después de haber vendido por cuatro duros mi primer guion para un corto. Era el primer fin de semana que pasábamos en nuestro pequeño gran cuchitril, aún no nos había dado tiempo a hacer la compra, así que fui a desayunar yo solo a la cafetería de una gasolinera mientras Miranda asistía a un seminario de no-sé-qué. La camarera me preguntó que a qué me dedicaba:
— Guionista —espeté, orgulloso.
— Como todo el mundo en esta ciudad —me respondió con desdén, arrojándome sobre la barra un borrador de guion, escrito por una tal «Durdeen Sparks».
Lo hojeé mientras desayunaba, y me pareció extremadamente bueno. Era de lo mejor que había leído en mucho tiempo. Cuando le pregunté que si conocía a la tal Durdeen Sparks, me dijo: — Por supuesto, la tienes delante, chato — me contestó, señalando la chapa con el nombre grabado que tenía en el uniforme.
En realidad, fue una lección de humildad que me ayudó a sobrellevar bien los primeros rechazos de un proyecto en el que estaba trabajando. El guion de Durdeen me hizo ver que el nivel estaba mucho más alto que el que yo estaba escribiendo en ese momento, así que me encerré durante meses en casa, reescribiendo una y otra vez, saliendo muy de vez en cuando, mientras Miranda y yo casi nos consumíamos en aquel lugar. El dinero que había cobrado por el guion del corto desapareció en un par de meses, y Miranda, quien también se había unido a mí en la escritura de guiones con sus propios proyectos, no había conseguido avanzar más allá de un par de folios de cada una de las más de veinte ideas en las que estaba trabajando.
Ella siempre fue mucho más creativa que yo. Es más, las grandes ideas de mis guiones siempre habían surgido de su oscura e intrincada cabeza. Su mente era capaz de construir escenarios, tramas, subtramas y giros con tal facilidad, que nunca soporté su ritmo. Ella cogía una idea y la desarrollaba hasta el extremo en su mente, con los más mínimos detalles, pero nunca fue capaz de llevarla al papel con la estructura y el alma que precisaba para que llegasen a la gran pantalla. En cambio, yo había sido de pocas ideas, algo corto en creatividad, pero muy constante y sacrificado. Había sido capaz de pasar noches enteras sin dormir para encontrar la frase perfecta para un personaje. Sacrificio y constancia, lo que siempre había faltado en lo que escribía Miranda. Creo que nunca terminó ninguno de los guiones que empezó, y pienso que ese es uno de los motivos por los que me tenía tanto resentimiento. Antes, al principio de mi carrera, no era así. Me miraba con admiración, presumía de mí ante sus amigas. ¿Dónde se quedó la Miranda de la universidad? ¿Dónde se escondió?
Me fijé en su silueta a través de la cortina: Miranda mantenía, exactamente, la misma figura que cuando nos conocimos. Era pertinaz y rigurosa, y seguía a rajatabla un plan de entrenamiento que incluía natación, carreras mañaneras al aire libre y alguna que otra sesión de senderismo por el campo. No sé cómo era capaz de mantener tal nivel de actividad y no desfallecer. Incluso cuando estábamos de viaje, se llevaba las zapatillas de correr y no faltaba a su sesión de ¿diez?, ¿doce?, ¿veinte? kilómetros antes de desayunar. Nunca llegué a escuchar qué distancia hacía, me cansaba solo de pensarlo.
Sintió mi presencia tras el cristal y se giró hacia mí. La vi quedarse inmóvil unos segundos tras la cortina, para justo después inclinarse hacia un lado y asomar la cabeza:
— ¿Vienes? —dijo, mirándome con frialdad.
— Claro — respondí —. Cómo decirte que no.